LA ESCALA DE LA DONCELLA

(tradición de Valencia)

Hubo un tiempo en que la hermosa Valencia era tierra de moros. Uno de los emires de la bella ciudad que gozó entre los grandes señores orientales de más renombre –por su poder y sabiduría–fue Muhamed ben Abdherrahman ben Tahir, al que llamaron también “el grande” y “el magnánimo”.
Tenía Ben Tahir una hija, tan bella que a las más apartadas tierras de Morería llegó la fama de su gran hermosura.
Ella era tan aficionada a la soledad de los campos y al perfume de las frondas y de los bosques, que los poetas de su tiempo olvidaron su verdadero nombre, para llamarla poéticamente “Flor de los Jardines”. Y con este nombre “Flor de los Jardines” la conoció Valencia entera.
Su padre Ben Tahir la amaba tanto que, por complacerla, hubiera dado gustoso las niñas de sus ojos, y para ella construía palacios de mármoles y jaspes en los que brillaban el oro, la plata y las piedras preciosas. Llamaba a los más hábiles jardineros del reino para que combinaran en sus jardines las flores y las plantas, con gentileza tal que fueran admiración de propios y extraños, y recreo de su hija adorada, la bella Flor de los Jardines.
Pero ninguna de sus numerosas residencias agradaba tanto a la hija del poderoso Emir como el alto torreón de marfil, construido expresamente para ella en la misma alcazaba o fortaleza de la ciudad, desde el que dominaba toda la bella vega valenciana y al pie de la cual cantaban –y cantan todavía– su canción eterna las aguas del torrente…
He aquí que Flor de los Jardines gustaba en extremo de bajar con un búcaro dorado a beber agua del puro manantial. Otras veces, se internaba en el desfiladero formado por las dos montañas en que se asentaba la alcazaba y pasaba horas y más horas contemplando unos altos escalones tallados en la misma roca…
La gente le daba el sugestivo nombre de “Escala de las Hadas” y la imaginación infantil de la Princesa soñaba mil cosas imposibles, de portentosos hechizos y de encantamientos.

Sucedió así que el poderoso Emir Abdherrahman Ben Tahir quiso que la sabiduría de su hija igualara, por lo menos, a su gran hermosura; y que sus talentos fueran tales que excedieran a los de todas las hijas de Oriente.
Para que así fuera, salieron de Valencia enviados y emisarios que recorrieron todos los países del mundo en busca del maestro más sabio entre todos los sabios que existieran en la Tierra.
Pasado algún tiempo, luego de recorrer muchos países y llegar hasta el lejano Oriente, regresaron los emisarios de Ben Tahir. Traían en su compañía a un venerable Anciano de larga barba blanca, que pasaba por ser el sabio más sabio del mundo.
Este Anciano se convirtió en el maestro de la Princesa y con él aprendió la hermosa Flor de los Jardines todas las artes y las ciencias, el lenguaje de las flores y el de los astros, la historia y la poesía, y también el secreto de las ciencias ocultas, pues cuéntase que su maestro, el sabio oriental de la luenga barba blanca, era nada menos que un mago, para el que no existían imposibles.

Pasó el tiempo.
Flor de los Jardines ya no era célebre tan solo por su mucha hermosura, sino también por su saber, del que se hacían lenguas las gentes del país y también de las más remotas tierras. Por escucharla, unos, y otros por pedirle consejo, recorrían los más grandes señores de la Morería muchas leguas, y al pie de la torre de marfil de la alcazaba no faltaban nunca galanes moros, y cristianos también, que rondaran a la bella hija del Emir Ben Tahir.
Mas ella a todos los trataba con igual desdén.
Porque hay que saber que la hermosa doncella mora, a medida que iba cultivando su inteligencia y haciéndose más sabia, tornábase cada día más triste y melancólica, más silenciosa y huraña y rehuía ya hablar con las gentes. Esquivaba hasta la presencia de su padre, que la amaba tanto.
También el Anciano maestro oriental de la luenga barba blanca se mostraba malhumorado y receloso, irascible y gruñón.
El poderoso Emir, que observaba con dolor la tristeza de su hija, trató de alegrarla llevándola a las bellas ciudades de Andalucía, a las Cortes de Córdoba y Granada, y le regaló esclavos, y joyas, y galas y riquezas; y le hizo construir nuevos palacios y más bellos jardines.
Pero la bella mora no se dignaba siquiera sonreír y solamente deseaba que la dejasen ir a contemplar, al pie de la alcazaba, en el desfiladero, las gradas talladas en la roca de la misteriosa Escala de las Hadas.
Entonces fue cuando Ben Tahir sospechó que el viejo mago tenía la culpa de la melancolía de su hija. Y lo hizo llegar a su presencia, amenazándole con colgarle de una almena de la alcazaba si no le decía al momento cuál era la causa de la pena de la Princesa y no le ayudaba a poner pronto remedio a ella.
El Anciano hizo una reverencia tan profunda que tocó con la barba el suelo, y dijo así:
-¡Poderoso Señor! La tristeza de vuestra hija no podemos curarla. Me pedisteis que le comunicara toda mi sabiduría, y yo así lo hice, cumpliendo vuestros deseos. Pero, a medida que su inteligencia se ha ido desenvolviendo, se ha secado su corazón, y he aquí que ahora sabe, sabe más que los Ancianos, que los príncipes y que los sabios, pero no ama, y por eso –porque le falta amor– su saber es estéril. Y cómo solo para el saber vive, ahora que ha llegado al límite de la humana sabiduría, siente un gran vacío y anhela saber lo que nadie puede enseñarle, pues ni yo soy un genio inmortal ni puedo convertirla a ella en Hada. He aquí, poderoso señor, porqué vuestra hija está cada día más triste, y he aquí también porqué no está en nuestra mano el curarla.
Entonces el Emir se enfureció contra el sabio maestro.
-¡Miserable, impostor! –le gritó–. Yo te hice venir de tu lejano país para que ayudaras a hacer a mi hija dichosa, dándole con tu ciencia lo único que podía faltarle, no para que destrozaras su corazón haciéndole desear imposibles. Y ahora, dime, tú que andas también por los jardines del palacio, malhumorado y cariacontecido, ¿qué motivos tienes para mostrarte descontento?
-Mi cuerpo, Señor –dijo el Anciano–, está viejo y gastado. Siento que no viviré mucho tiempo, y antes de morir quisiera ver nuevamente el cielo de mi patria.
-¡Ah! ¿quieres marcharte? ¿es la libertad lo que deseas? –preguntó el Emir.
-La libertad, Señor –repuso el Sabio–; el bien mayor de que podemos gozar en la Tierra.
-Bien. Por mi parte, para nada te necesito. Si mi hija, Flor de los Jardines, te da licencia para marchar, desde ahora eres libre.
Pero cuando la Princesa mora supo la pretensión de su maestro, corrió a su padre y le dio las más amargas quejas del Anciano.
-Poderoso Señor, protegido de Alá –dijo al Emir–; no consintáis que este hombre se aleje de mi lado. Solo él tiene en su mano el remedio de la tristeza que me consume, mas para excusarse de cumplir con su deber, te pide que le des la libertad. Él posee el secreto de las Hadas y se niega a decírmelo; él podría convertirme en la más dichosa de las hijas del Islam, pero, avaro de su sabiduría, quiere alejarse dejándome en melancolía perpetua. Sabed, poderoso Señor y padre mío, que este hombre conoce la palabra mágica que abre el palacio de las Hadas tallado en la piedra viva del desfiladero. El feliz mortal que logre penetrar en él será el más rico y el más poderoso de la Tierra. ¿Por qué no he de conocer yo también esa palabra?
El Sabio maestro levantó la cabeza, que tenía profundamente abatida sobre el pecho.
-Esa palabra, señor poderoso, puede conducir a la eterna desdicha.
-Hay escalones tallados en la roca que llegan hasta la misma puerta –continuaba diciendo la doncella–. Es la Escala de las Hadas, señor.
-Esa escala no se ha hecho para que por ella suban los mortales… –protestaba el Anciano.
Mas la porfía de su hija amada había despertado también la curiosidad y la codicia del Emir, quien amenazó a su vez al maestro oriental de la luenga barba con encerrarlo en un oscuro calabozo para toda su vida, si no consentía en revelarles las mágicas palabras.
Y he aquí que el mago consintió, no sin advertirles antes que debían obedecer todas sus órdenes, pues de retrasarse un solo segundo en el cumplimiento de ellas, quedarían sepultados en el fondo misterioso de la montaña, pero sin morir ni vivir, sufriendo por toda la eternidad…
Y he aquí que Ben Tahir y Flor de los Jardines prometieron al mago obedecerle en todo y quedaron citados con él para la noche siguiente, cuando el gallo diera la señal de la medianoche, al pie del torreón. 

Y así como lo dijeron, lo hicieron.
Antes de que el gallo diese la primera señal de medianoche, se hallaban ya los tres –Emir, Mago y Princesa– al pie de la Escala de las Hadas.
El Anciano preceptor contemplaba fijamente las estrellas, aguardando que ocuparan la situación oportuna. Cuando llegó el momento, encendió una antorcha que llevaba bajo el albornoz.
También sacó un libro viejísimo de amarillentas páginas y extravagantes caracteres que comenzó a leer lentamente, a media voz.
Al terminar la primera página, se oyó un ruido espantoso, como si se abriese la montaña.
Entonces Ben Tahir y su hija se estrecharon uno contra otro, sin perder de vista la Escala de las Hadas.
El Anciano, como si nada hubiera oído de lo que a su alrededor pasaba, continuaba impasible con su lectura. Al terminar la segunda página, se oyó otro crujido más espantoso todavía que el anterior, y Flor de los Jardines y su padre vieron cómo en la roca se dibujaba la forma de una puerta arqueada que parecía que iba a abrirse para dejar el paso franco.
Cuando el Anciano volvió la tercera página del libro, no se oyó ya el crujido de las veces anteriores, sino el chirrido de una pesada puerta al descorrerse, y en la roca viva se hizo una profunda grieta que fue abriéndose lentamente a medida que el viejo pronunciaba las extrañas palabras del misterioso libro.
Cuando quedó abierto en la roca el espacio suficiente para poder pasar por él un hombre, Ben Tahir quiso lanzarse a la entrada y penetrar en el portentoso recinto; pero su hija, cogiéndole por un brazo, le detuvo: era preciso cumplir punto por punto las instrucciones del Anciano Maestro.
Éste continuó leyendo hasta que la puerta se abrió por entero. Entonces sacó, de debajo de su albornoz, un silbato de oro, lanzó un agudo silbido e, instantáneamente, Flor de los Jardines y el Emir, su padre, penetraron en el Palacio de las Hadas.
Al poner el pie en el vestíbulo, creyeron desmayarse de dicha. La luz que los iluminaba era tan viva como si miles y miles de soles pendieran de la bóveda; columnas de esmeraldas y rubíes sostenían arcos de nubes que ondeaban levemente. El suelo estaba sembrado de piedras preciosas, y las paredes eran de nácar con relieves de oro. Por doquiera se escuchaba una música dulcísima, como cánticos de ángeles…
Nadie sería capaz de referir las maravillas que el emir Ben Tahir y su hija Flor de los Jardines admiraron en el Palacio de las Hadas. La dicha de que gozaron fue tanta que no puede expresarse con palabras.
Así, entre goces y delicias transcurrió una hora, que a ellos les pareció un instante. Pero, al punto que acababa de transcurrir, el Anciano Maestro tocó su silbato de oro, y el Emir y su hija salieron apresuradamente del interior de la montaña, mientras la puerta se cerraba tras ellos con horrible estrépito.
No hay para qué decir que Flor de los Jardines no cabía en sí de radiante alegría. Besaba a su padre, abrazaba al anciano mago y repetía mil y mil veces que no existía sobre la Tierra otra doncella cuya felicidad pudiera compararse a la suya. Su maestro, en cambio, mostrábase más sombrío que nunca.
-Poderoso Emir –dijo dirigiéndose a Ben Tahir–; he aquí que yo he cumplido mi promesa. Cumplid ahora la vuestra y permitid que vaya a morir bajo el cielo de mi amada patria.
-Flor de los Jardines decidirá –dijo el Emir.
Y Flor de los Jardines dio a su sabio maestro la libertad, a condición de que le regalara el libro misterioso y el silbato de oro que tenían el poder de abrir el Palacio de las Hadas.
-Tuyos son, Flor de los Jardines; guárdalos como recuerdo del pobre viejo que iluminó tu tierna inteligencia con la luz de la sabiduría. Mas de ella y de ellos sírvete con medida, no abuses de su ilimitado poder; no olvides que en la vida está también la muerte.
Así dijo el Anciano mago de la luenga barba blanca y, después que Abdherrahman Ben Tahir le colmó de presentes, partió hacia las lejanas tierras por las que nacen al día los astros…

Sucedió que Flor de los Jardines no pudo dormir aquella noche: de tal manera la turbaba el recuerdo de las maravillas que había contemplado en el palacio de las Hadas. Y apenas fue de día tomó su búcaro dorado, el libro misterioso y el silbato de oro, y acompañada de una esclava se dirigió al desfiladero, al pie de los escalones tallados en la roca.
Todo el día pasó sin comer ni beber, absorta en la lectura del milenario libro, descifrando signo por signo sus raros jeroglíficos. Subía mil veces los escalones, los volvía a bajar y, hundiendo sus rosadas uñas en la roca dura, trataba inútilmente de encontrar el resquicio por donde la noche anterior se había abierto la ovalada puerta.
Así llegó la noche, y al punto que las estrellas llegaban en su curso al lugar del cielo que el anciano mago había señalado, la princesa mora abrió el librito y leyó las enigmáticas palabras. Y la montaña empezó a abrirse como la noche antes, con crujidos tan espantosos que erizaban el cabello de la pobre esclava, y cuando al fin quedó el paso franco por la puerta ovalada, Flor de los Jardines puso en mano de la esclava el búcaro, el libro y el silbato, y lanzando un grito de gozo penetró en el interior de la montaña.
Mas esta vez no volvió a salir. Entretenida admirando tantas y tan portentosas maravillas transcurrió la hora sin que se diese cuenta de ello, y las puertas de granito se cerraron con horrible estruendo dejando a Flor de los Jardines prisionera para siempre en aquella mansión sin salida, sin principio ni fin.
Cuando, a la mañana siguiente, las gentes de la alcazaba oyeron los lamentos de la esclava fueron corriendo a aviasr al Emir de lo que sucedía. Abdherrahman Ben Tahir, el más poderoso señor de Morería, salió desolado en busca de su hija, mesándose los cabellos y retorciéndose las manos. Recorrió toda la montaña de granito y le pareció escuchar dentro de ella el gemido de su adorada Flor de los Jardines…
Entonces fue cuando reunió verdaderos ejércitos de hombres –los de más fuerza y más valor de todos los países– para que con picos y con palas desmenuzaran la montaña hasta echarla abajo.
Pero todo fue inútil: el duro granito no se conmovía siquiera, y al cabo de siete años de trabajar en él no se presentaba por ninguna parte el más leve resquicio ni la grieta más pequeña.
Pasaron otros siete años, y otros siete, y otros siete más y Abdherrahman Ben Tahir, el más poderoso y el más sabio señor de todos los emires orientales, murió desesperado al pie de la montaña misteriosa, en cuyo dentro gemía su hija Flor de los Jardines, la más bella y la más sabia entre todas las doncellas del islam.
La “Escala de las Hadas” puede verse todavía cerca de Valencia, en el camino llamado del Bosquet. Pero las gentes ya no la conocen por tal nombre.
Porque dicen que los gemidos de Flor de los Jardines se escuchan todavía por las noches, al punto en que los astros alcanzan su mayor altura. Y aun hay quien asegura que una vez cada cien años puede verse a la doncella mora sentada en los escalones de roca, aguardando que pase un mortal tan sabio como su anciano maestro, el mago de la luenga barba blanca, que sea capaz de deshacer su hechizo.

Por eso ahora los extraños escalones de la montaña del Bosquet se conocen con el nombre de la “Escala de la Doncella.”